Mis amigas son flores de las que me siento muy orgullosa. Grandes mujeres que llenan mi jardín de vida estación a estación.
Algunas son más de invierno, de esas que aguantan cualquier temporal, distancia y etapa.
Otras son más primaverales, llegan con energía y lo llenan todo de color y nuevos olores.
Las margaritas son un ejemplo de flor de verano, esas flores sencillas que lo cambian todo con estar. Como la brisa en la playa, o una pelota en la mitad de la calle.
Las flores otoñales son cambiantes, adaptables, esas que te invitan a mirar la misma realidad desde una perspectiva totalmente diferente.
Mis flores florecen en meses diferentes según el año o momento vital, pero nunca dejan de estar.
En los mejores y peores momentos de la flor que toque, nos juntamos más que nunca formando y regalando grandes ramos.
Por lo general, compartimos las pequeñas cosas del día a día, regando nuestra amistad a base de cenas, paseos y viajes que hacen con mucho cariño y paciencia más y más fuertes nuestras raíces.
En el jardín también hay flores menos a la vista, pero que tienen su propia forma de estar.
Algunas las planté conscientemente y otras muchas llegaron por suerte a mi vida antes siquiera de que tuviera criterio para elegirlas. Todas ellas lo hicieron en momentos diferentes porque yo misa era una versión distinta de mí misma entonces, pero ninguna se quedó en el jardín por azar.
Lo cierto es que diría que así como regar las amistades se me da bastante bien (o al menos pongo mucho empeño en ello), cuidar las plantas de mi casa no es una de mis grandes habilidades.
Por eso (y porque me encantan) tiendo a dejar secar las flores, haciendo "infinitos" grandes momentos vitales (bodas, celebraciones…) que comparto con ellas.
Gracias por el polen, amigas flores.